A lo largo de mi vida he leído toda clase de memorias, cientos de ellas. Siempre, lo quiera el autor o no, ponen de manifiesto el espíritu de quien escribe. Cuando alguien cuenta su vida, inevitablemente la valora, y en consecuencia se retrata a sí mismo, no tanto por sus hechos, cuanto por la manifestación de su espíritu.
Esto mismo le sucede a Joaquín Costa, que escribió unas memorias que durante mucho tiempo han permanecido sin publicar, pero que en 2011 Ediciones Larumbe tuvo el acierto de dar a la luz.
Joaquín Costa era para mí un espíritu ignorado. Había leído muchas cosas sobre su figura. Muchas veces le he visto citado. Pero de su propia persona no tenía ninguna referencia. Sus escritos quedaban lejos. Ahora ya no es así. Joaquin Costa se retrata total y absolutamente en sus memorias.
Me han parecido uno de los textos más desagradables que he tenido la oportunidad de leer en este género. Joaquín Costa se demuestra como un ególatra fenomenal que sólo piensa en sí mismo. No es que solo hable de sí mismo, lo cual es en cierto modo natural porque son sus memorias, sino que se retrata como quien vive en un constante pensar en sí mismo. La lectura, que he tenido que hacer atragantado porque me resultaba extraordinariamente desagradable, dado el carácter del sujeto, ha sido auténtica tortura, pero al mismo tiempo revelación. Un soberbio más. Otro de esos que se han pasado la vida pensando en cuál estaba siendo en cada momento su figura. En qué piensan de él.
El libro tiene una parte primera, que es la de su ascenso en la escala social, en la que la preocupación por el dinero, y la constante envidia respecto de la posición de otros, es el tono común que se lleva todas las páginas.
Luego viene una parte segunda, en la que, ya conseguido un puesto como funcionario, se estabiliza económicamente y empieza a tener algo de importancia social. En ese momento se serena y, después de pasar por Guadalajara como funcionario, termina en Huesca.
Y así empieza la tercera parte, verdaderamente aburrida y tediosa, en la que cuenta su amor frustrado por determinada señorita. Un aburrimiento total.
Tienen bastante interés, en cambio, los retazos en los que Costa refiere escenas de la universidad española, como su concurso con Marcelino Menéndez Pelayo, para obtener el Premio Extraordinario de Licenciatura en la Facultad de Filosofía y Letras. O su concurrencia con muchos otros para obtener ese mismo premio en la licenciatura de Derecho. Por supuesto, Costa, según su propio criterio, tenía que haber ganado los dos, y fue injustamente postergado siempre.
También tiene interés su participación, bastante poco determinante pero al final participación, en la fundación de la Institución Libre de Enseñanza. Y es de gran interés conocer cómo era el krausismo primero y lo que hacían Giner de los Ríos y sus contemporáneos. La cuestión era sencilla: como les habían echado de la Universidad, fundaron su propia Institución, no su propia universidad. Y la llamaron «libre» porque no era oficial, ya que de la oficial los habían expulsado. El Krausismo fabricaba su propia verdad y para eso necesitaba su propia institución.
Es evidente que no no recomiendo la lectura de este libro sino más bien que pase al olvido del que nunca debió salir.