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Habla el Marqués de Garrigues

Los libros de memorias lo son de diverso tipo. Salen muy distintos en función de quién se retrata a sí mismo. Un ejercicio que, como saben todos los pintores, es el más difícil que hay. Es además imposible dialogar con uno mismo. Para dialogar hacen falta dos personas. El diálogo con uno mismo no es diálogo, sino monólogo. Por eso sorprende, ya desde el título, el libro de Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, que se plantea como un monólogo pero no lo es: es un diálogo con usted. Un diálogo con sus lectores. Conviene conocer este libro porque en él se retrata íntimamente su personaje. Intentaré glosar su personalidad a partir de lo que ha escrito, porque el autor en verdad se retrata y es persona bendecida en todas sus obras:

En la España de nuestros días, decir «Garrigues» es decir «abogados». La firma Garrigues, multinacional, es una de las grandes empresas de servicios españolas, que ha sabido poner en valor su buen hacer por todo mi el mundo.

La firma no fue creada por Joaquín Garrigues Díaz-Cañabate, el catedrático de Derecho Mercantil, sino, como se explica en este libro, por Antonio, su hermano, el cual ni siquiera quería ser abogado:

«Hice mis estudios universitarios en Madrid, en el viejo caserón de la calle de San Bernardo. Mi vocación no era puramente la de jurista; no sólo me atraía la jurisprudencia a secas, las «ne­gras leyes». A mí me atrajo, y me siguen atrayendo, la filosofía, la literatura, el arte, el humanismo y, en suma, la cultura. Si no sonase a petulante diría con los antiguos que nada humano me es ajeno. He sido y soy un lector y un «vividor» insaciable.

«Elegí la carrera de abogado no sé bien por qué. Es muy difícil saber la razón, si es que la hay, que muchas veces no la hay, para la elección de la carrera. Probablemente por tradición y porque no tenía facilidad para las ciencias ni para las matemáticas (…).

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 14.

La abogacía le venía de familia, pero relativamente:

«Nuestro padre era abogado y secretario e Sala, pero su auténtica vocación fue la de agricultor en unas fincas que tenía en Murcia y Almería. La vida para él se centraba en el campo mucho más que en la ciudad».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 14.

Desde joven estaba muy bien relacionado con toda la burguesía madrileña y conocía a todo el que había que conocer. Fue nombrado Director General de los Registros y del Notariado por el Gobierno provisional de la República, siendo Ministro de Justicia el socialista Fernando de los Ríos.

«Fueron testigos [de mi boda] mi padre, don Fernando de los Ríos, Javier Zubiri, Ignacio Sánchez Mejías, Justino Azcárate y mi hermano Joaquín, entre otros».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 17.

Sólo cuando dejó este cargo comenzó a ejercer la abogacía:

«Yo tardé bastante en empezar a ejercer mi profesión de abogado. Mis primeros años de ejercicio, antes de la guerra civil, fueron con mi hermano Joaquín, que tenía ya un despacho acre ditado, pero con mi propia personalidad no empiezo la profesión hasta después de nuestra guerra. Entonces es cuando comienzo, bajo mi propio nombre, siguiendo ininterrumpidamente hasta ser nombrado embajador en los EE. UU. Tenía en ese momento un gran despacho colectivo, que creo que, como fórmula profesional, fui el primero en usarla en España».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 15.

Ejerció la abogacía de modo pasional y por lo que se ve no rechazaba los casos perdidos:

«Si tuviera que defender a alguien en el Juicio Universal creo que defendería a Judas».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 19.

Su matrimonio -como es natural- influyó mucho en él. Amaba profundamente a su esposa, lo cual es patente en cada línea en la que se refiere a ella o a su familia. Tiene auténtica ternura su conversión, en la que, muchos años después de muerta, por efecto de sus libros intervino directamente Santa Teresa de Jesús. Así lo cuenta Garrigues:

«Mi mujer, Helen Anne Walker, era norteamericana, de Des Moines (Iowa), aunque había vivido desde niña en Nueva York. Nos conocimos en España. Tuvimos nueve hijos; uno murió poco después de nacer. Nuestro matrimonio fue de mixta religión. Ella era protestante, aunque poco creyente, pero su familia no sola­mente lo era sino que tenía los más enconados prejuicios antica­tólicos. Quiso desde. el principio convertirse al catolicismo para que estuviéramos unidos también en una misma fe. Habló con di­versos sacerdotes (y alguno le dijo que a ir a Misa —el gran tro­piezo de los protestantes— ¡se acostumbraba uno como a fumar!) sin ningún resultado, salvo el contraproducente.


«Pero un domingo del mes de junio de 1932 fuimos a la feria de libros viejos, en la Cuesta de Claudio Moyano. Allí encontra­mos una bonita edición del XVIII de las obras completas de san­ta Teresa. Al volver a casa, poco antes de comer, yo entré en mi despacho y mi mujer se quedó en la terraza que daba sobre el Retiro, hojeando el libro recién comprado. Después, muy poco después, se produjo el hecho más extraordinario que yo he vivi­do. Vino a encontrarme profundamente emocionada. Me dijo que la lectura de unas pocas páginas de santa Teresa había disipado, y más que disipado, aniquilado, todas sus dudas, todas sus re­servas, todas sus resistencias y antagonismos frente a la fe ca­tólica, a la que ahora, enteramente convertida, quería darse y en­tregarse con toda su alma. Este relato parece reflejar un estado emocional, y así lo era, intensísimo en ese momento. Lo que pasa es que fue un momen­to que duró ya toda su vida, hasta su muerte, doce años des­pués. Constituyó una emoción, o mejor, una moción o movimien­to, que imprimió carácter a su vida entera, de la que desarraigó todo egoísmo para darse en cuerpo y alma a todo y a todos con una generosidad y una alegría ilimitadas. Fue un «momento» que por su hondura y su verdad cambió el sentido de nuestras vidas».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 16.

Durante la República no se dejó atrapar por la política, sino que se concentró en la abogacía:

«Fui director de los Registros y del Notariado con el Gobierno provisional de la República. Cesé cuando se formó el Gobierno bajo la nueva Constitución, en cuya redacción yo no intervine. Nunca tuve otro cargo político, nunca pertenecí a partido alguno, ni de derechas ni de izquierdas, y nunca fui diputado. Pero fui republicano. La vulneración de la Constitución del 76 y la idea, o más bien la inconsciencia rayana en la más pura frivolidad política, de que se podía restablecer nuevamente su vi­gencia, roto el juramento de fidelidad, como si nada hubiera pa­sado —y lo que había «pasado» era precisamente el régimen canovista que la había promulgado—, así como el vacío práctica­mente absoluto que hubo en torno a esa institución secular, y no un republicanismo ideológico, me llevaron a esta actitud, com­pletamente ajena en mí, como en otros muchos, al republicanis­mo histórico».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 15.

Un republicano peculiar, porque era buen amigo de José Antonio Primo de Rivera, al que conoció en la Facultad de Derecho. Y con el que llegó a intimar no poco:

«Yo tuve que destruir durante la guerra una carta suya llena de melancolía. Contestaba a otra mía, creo recordar que sobre el signo revolucionario que iba tomando el Partido Socialista du­rante la República, y la tradicional falta de sentido político de la derecha española. Él hacía un análisis pesimista de la situa­ción para terminar diciendo que, acabada su vida política, se veía actuando de notario o de registrador en cualquier apartado rincón de España. Respondía a un momento de depresión muy humano, pero no sería así. Su vida política acabó siniestramente en Alicante —Prieto parece que quiso salvarle— ante el pelotón de ejecución, como la de tantos y tantos españoles del ruedo ibérico».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 41.

Al estar casado con una norteamericana, amparándose en la bandera estadounidense salvó de muerte segura a muchos perseguidos por la República a causa de su ideología, su religión o sus creencias:

«En nuestro pequeño piso de la calle Castelló, convertido prácticamente en un consulado, se refugió mucha gente que dormía apiñada en el suelo. (…)»

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, páginas 36-37.

Esto lo hizo no sin riesgo personal, porque él mismo estuvo a punto de ser asesinado. Alojó en julio de 1939 en su casa a Joseph P. Kennedy, hermano mayor de John F. Kennedy, el que luego sería presidente de los Estados Unidos. Es bien sabido que el padre de los Kennedy, Joseph Kennedy, preconizaba a su hijo mayor, también llamado Joseph, el mismo al que salvo a Garrigues, para que fuera presidente de los Estados Unidos. Pero al morir esté en una batalla naval como piloto de portaaviones, la saga Kennedy se concentro sobre John Kennedy:

«En las últimas semanas de la guerra civil, coincidiendo con la iniciación de la lucha interna, entre los comunistas y los republicanos anarcosindicalistas que convirtió Madrid en el mayor grado de confusión imaginable, llegó, como digo, a nuestra ciudad el mayor de los Kennedy, Joe, a quien alguien, no sé quién —ni por qué razón— remitió a nuestra casa. Seguramente fue porque mi mujer era el único ciudadano norteamericano que vivía en una ciudad como Madrid, que era una ciudad sitiada, de difícil acceso y penetración, abandonada por todos los extranjeros y especialmente por los americanos.

«El mayor de los Kennedy venía todos los días a nuestra casa y, como nosotros estábamos prácticamente entregados a la actividad política de estos momentos agónicos, él, que quería informarse de todo, tomó mucho interés en esas actividades y nos acompañaba a todas partes, incluso a misiones verdaderamente difíciles y arriesgadas. Seguramente su pasaporte de ciudadano americano nos libró de lo peor a algunos de nosotros en una de estas ocasiones. El hecho ocurrió de la siguiente manera: era, como digo, la agonía de una República vencida y de una revolución rota. El caos en Madrid era absolutamente perfecto. Las tropas nacionales podrían haber entrado en ese momento como un simple paseo militar porque la deserción en el frente republicano se había generalizado. En esas circunstancias, la acción de los grupos pro-nacionales se había multiplicado; todo era posible. Desde el nuestro, por ejemplo, se llamaba a los directores de las cárceles tomando el nombre de Besteiro y diciéndoles que pusieran en libertad inmediatamente a los presos políticos y que, de no hacerlo, respondían con su vida de lo que pudiera ocurrirles. Se evitaron muchos posibles últimos desmanes.

«Pues bien, en una operación precisamente sobre las cárceles, donde el acceso se había hecho mucho más fácil, yendo en un coche del que milagrosamente disponíamos un grupo entre los que se encontraban Salvador Lisarrague, el jefe del grupo que se llamaba como nombre de guerra «Benigno», alguna otra persona que no recuerdo y Joe Kennedy, al subir por la hoy desaparecida calle de la Ese, de la Castellana a la calle de Serrano, un grupo de milicianos allí apostado, que no sabíamos naturalmente a qué facción pertenecía, nos cerró el paso; nos hizo bajar del coche, nos puso junto a la pared y nos pidió la documentación. Nosotros llevábamos, como es corriente en ese tipo de actividad comunista porque vimos que uno de los milicianos llevaba en la mano Mundo Obrero. Pero el jefe del grupo desconfiaba al ver que disponíamos de un coche, cosa inaudita ya que los poquísimos que circulaban eran todos de carácter oficial. Entonces empezó un interrogatorio al que contestábamos, como es natural, confusamente.

«Ya se comprende que si durante todo el período revolucionario la vida humana valía poco, en esos momentos de pánico, confusión y caos, no valía absolutamente nada. Temimos lo peor; pero ocurrió que, entre nuestros papeles que estaban revisando, al aparecer el pasaporte diplomático de Joe Kennedy, su único documento de identidad, como hecho insólito que era les hizo reflexionar. Les explicamos —Joe Kennedy no hablaba nada de español— la personalidad de nuestro acompañante, su condición de periodista norteamericano, que estaba allí para mandar información de la marcha de los acontecimientos en España a su país, y esa explicación desarmó sus intenciones, fueran las que fueran. Nos devolvieron nuestros papeles y nos dejaron continuar nuestro viaje y nuestra acción.

«Joe Kennedy desapareció en una misión especial aérea durante la última gran guerra. Esto fue el origen de mi amistad con la familia Kennedy y esto se lo conté al presidente [John Kennedy] la primera vez que le vi, y luego a sus hermanos. Por tal razón, la relación personal tuvo desde el primer momento un sesgo un poco especial. Esa relación estuvo también facilitada por los condes Potowski, cuñados de la hermana menor de Jackie Kennedy, grandes amigos y grandes personas.

«No obstante no es cierto como se ha dicho que el nombramiento obedeciera a una amistad ya anterior con el presidente Kennedy. Fernando Castiella no sabía nada de ese primer contacto con el mayor de los Kennedy. Tuvo otras motivaciones que no son del caso. Cuando llegué a Washington no había encontrado nunca en mi vida ni al que era presidente ni a ningún otro miembro de la familia Kennedy viviente. Sin embargo, ese primer conocimiento tuvo su utilidad, pero sobre la base de una larga relación con el país, a través de mis actividades como abogado y por el hecho de que mi mujer, ya fallecida cuando el nombramiento de embajador, fuera de nacionalidad norteamericana».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, páginas 84-86.

Antonio Garrigues, cuando terminó la guerra, volvió a concentrarse en su despacho y allí estuvo trabajando:

«En el largo paréntesis que va desde la terminación de la gue­rra hasta mi nombramiento de embajador en Washington me de­diqué al trabajo profesional como abogado, fundando, como ya me parece que he dicho, el primer bufete colectivo de España, y a las actividades políticas y culturales de las que se habla en este libro.

«Formé entonces una importante clientela americana e interna­cional, pero no precisamente por mi conocimiento del inglés. Cuando murió mi mujer, en 1945, yo apenas si sabía una palabra de inglés. Ella había aprendido tan maravillosamente el español y se había identificado tanto y tanto con la vida española, que en nuestro hogar no había cabida para la práctica de la lengua inglesa. Lo curioso es que mi mujer, al mismo tiempo que esa adaptación profunda a lo hispánico, había llevado a nuestras vi­das y a su entorno el dinamismo, la positividad y la apertura al futuro de la nación americana. Consiguió en su persona una perfecta simbiosis de lo americano y lo español.

«El inglés, para mis relaciones con la clientela americana, lo aprendí ya viudo y con gran esfuerzo; tanto, que cuando fui por vez primera a Norteamérica, hacia el año cincuenta, el idioma ‘ constituyó una dificultad añadida a las propias de la actividad profesional».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 46.

Hasta que un día Fernando María Castiella, ministro de Asuntos Exteriores, por alguna razón que el autor no revela, le fichó como embajador en Washington. La oferta no era tentadora, pero Antonio Garrigues siguió su lema de siempre: los oficios públicos ni codiciarlos ni re­husarlos. La Providencia jugó sus cartas. Y se fue a Washington:

«Cuando fui nombrado embajador lo fui de una manera un poco especial. Corrían los comienzos del año 62. Había estado enfermo un poco antes y había ido a Málaga a reponerme; pero volví de Málaga, porque coincidió allí un tiempo muy contrario, sin ha­ber logrado la recuperación física que había ido a buscar. No me había incorporado por esta razón a mi actividad profesional de abogado. Por aquellos días mi hermano Emilio, diplomático de carrera, estaba pendiente de ser destinado al extranjero y había­mos hablado varias veces respecto a cuál sería para él la mejor elección entre las que se le ofrecían. Un día, estando así las co­sas, me llamó temprano a mi casa para decirme que tenía que verme urgentemente porque le había llamado el ministro de Asuntos Exteriores, que era Fernando Castiella. Pensé que le ha­bían ofrecido algún puesto y que venía a comentarlo conmigo; pero cuando llegó a mi casa me dijo que el ofrecimiento no era para él, que era para mí, que el ministro quería nombrarme em­bajador en Washington, algo que no había pasado ni en sueños por mi pensamiento. Yo le dije que estaba en malas condiciones físicas, que además no podía dejar el despacho de abogado, por­que mis hijos eran todavía demasiado jóvenes y eso suponía la amenaza de destrucción de una obra a la que había destinado muchas horas de trabajo y de vida, y que por consiguiente se lo ofrecieran a él que era diplomático de carrera, porque yo no es­taba dispuesto a aceptarlo, y que le dijera al ministro que lo sentía pero que no podía ir a verle.

«Mi hermano hizo esta gestión y volvió a llamarme para decir­me que el ministro quería verme de todas maneras, y que si no podía ser aquella mañana, que me esperaba por la tarde, en el palacio de Viana, y di el asunto por cancelado. Lo hice así porque no tenía excusa para no hacerlo. Yo ape­nas si había tenido antes relación con Fernando Castiella. Le conocía muy poco, a lo que contribuían las ausencias de Castiella de España como embajador. Entonces Fernando Castiella empe­zó la conversación de esta forma: «Tú y yo no somos apenas amigos, por consiguiente lo que te voy a ofrecer no nace sino de razones objetivas muy pensadas y largamente intuidas y ma­duradas, que son las que me determinan a ello.» Y me ofreció ese puesto. Luego, con su tenacidad habitual y bien conocida, me fue cercando hasta hacerme prácticamente imposible la negativa. Me atuve a la sentencia «los oficios públicos ni codiciarlos ni re­husarlos». En el ejercicio de mi cargo, mi amistad y mi admira­ción hacia Castiella no hicieron más_ que ir en aumento».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, páginas 81-82.

En Washington realizó una tarea sencillamente excepcional en defensa de los intereses españoles del momento. Como todo el mundo en su época, quedó fascinado por la personalidad de John F. Kennedy, que le acogió de un modo tan familiar como habitual en la Casa Blanca:

«Kennedy era un gran hombre que, por su juventud, tenía un punto de inmadurez.

«Lo que más me sorprendió de él como ser humano fue ese gran misterio de la personalidad. La suya era excepcional, una de esas personalidades que se imponen, por así decirlo, con su sola presencia; que no necesitaba más que mostrarse para de­mostrarse. El presidente Kennedy fue justamente eso: un presidente de verdad. Es decir, un presidente en posesión y en plenitud de su misión histórica. Y no un político, ni propiamente un hombre de Estado, sino un verdadero líder, que es más y que es menos que un hombre de Estado; es otra cosa. Tenía esa fuerza magnética de la que están dotados algunos hombres para mover y conmo­ver a las gentes, para conducirlas a través de terrenos o tiempos difíciles. No obstante, como político cometió grandes errores —Cuba, las primeras intervenciones en el Vietnam, así como sus relaciones con el poder legislativo, que fueron siempre difíciles.

«Pero insisto en que como líder fue un hombre excepcional que tardará mucho tiempo en repetirse en la política americana, y que ha dejado una estela de grandeza, de genialidad y de gloria, por mucho tiempo imborrable. Su muerte fue prematura. Su ver­dadera talla la hubiera dado en un segundo período presidencial. El hombre, a diferencia de la mujer, tarda mucho en hacerse. La madurez, que es el realismo, es el requisito sine qua non para un político, y más aún para un líder, porque el líder siempre tiene algo de visionario, de «wishful thinking», de pintar como querer.

«Como particularidades de la personalidad del presidente Kennedy recuerdo haber estado cenando en la Casa Blanca el día en que el general De Gaulle, en su primera conferencia de prensa o por lo menos una de las más notorias, rechazó el tratado de las Bahamas entre Inglaterra y los Estados Unidos sobre las armas atómicas. El presidente había llegado a este acuerdo con los ingleses, del que se sentía muy satisfecho y orgulloso y, por consiguiente, la reacción negativa de De Gaulle le había sorprendido y sobre todo le había herido en su amor propio. La cena de esa noche era más bien íntima, de muy pocas personas, y pude apreciar hasta qué punto el presidente estaba preocupado y des­compuesto por este gesto del general De Gaulle».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, páginas 87-88.

Kennedy le hizo ver que la Prensa, por lo menos entonces, tenía más importancia que el Congreso:

«Comprendí también en esa ocasión la importancia que tanto él como su hermano Bob daban a la prensa. Hablaban de todos los periódicos de América y de todos los periodistas políticos, gran­des y pequeños, uno y otro hermano, con el mayor conocimiento de causa. Auscultaban y sopesaban los movimientos de opinión a través de la prensa con el mayor cuidado. Los dos, en este as­pecto, porque además tenían otras dimensiones, eran dos ani­males políticos puros. Aunque la sobrepasaban por la fuerza de sus personalidades, la política, como pura técnica, les tenía muy cogidos. Jacqueline Kennedy, con mucho tacto y prudencia y mucha delicadeza, procuraba llevar la conversación a temas más conversacionales, más humanos que los de los tecnicismos de la prensa política o el incidente con De Gaulle. Pero, al menos en aquella ocasión tan tensa, le fue muy difícil. Lo que quedó claro es que el «humanismo» en la Casa Blanca lo representaba ella.

«(…)

«Salimos juntos por ese jardín que tantas veces ha aparecido en informaciones gráficas. Recuerdo que le pregunté que cuál era su estado de ánimo cuando iba a un acto tan difícil y tan com­prometido como era una conferencia de prensa. Me sorprendió su respuesta a la española: «Yo creo que debe de ser muy parecido al estado de ánimo de un torero cuando se dirige a la plaza.» Creo que políticamente —se entiende la política «política», no la que diríamos técnicamente gubernamental— Kennedy daba más importancia a la prensa que al Congreso.

«Las conferencias de prensa, ante por lo menos un centenar o centenar y medio de periodistas nacionales y extranjeros de todos los países, que celebraba el presidente regularmente todas las semanas (creo recordar que los martes) eran un prodigio de dominio de la situación, de dotes dialécticas, de habilidad, de prudencia.

«Sus servicios de la Casa Blanca le preparaban un dossier muy vo­luminoso con las posibles preguntas en función de la corres­pondiente coyuntura política, así como dé las convenientes y tentativas respuestas. Había también, preparados, naturalmente, periodistas amigos que preguntaban lo que el presidente, por su cuenta, quería decir. Pero, con todo, el toro estaba allí y era muy peligroso por la cantidad y la calidad de los periodistas nacionales e internacionales reunidos, por el enorme margen de improvisa­ción que quedaba inevitablemente vacante, y por el grado tan grande y tan grave de responsabilidades que asumía teniendo que contestar a preguntas inesperadas y prácticamente insoslayables —aunque no contestaba preguntas impertinentes— el hombre más poderoso de la tierra. Era un espectáculo admirable de democracia viva».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, páginas 87-88.

Católico a machamartillo y hombre defensor de la fe católica, cuando terminó su misión en Washington fue requerido para continuar la ante la Santa Sede, y fue designado embajador en el Vaticano. Recomiendo a los lectores que no se pierdan, en la biografía de Franco firmada por Luis Suárez, las numerosas menciones a la actividad diplomática eficientísima y directa con el Caudillo que recoge Suárez en su libro. Para entender el periodo hay que conocer a Franco, desde luego, pero también hay que conocer a Garrigues. Sobre Franco, en este libro Garrigues opina de lo lindo. Pero no se pueden perder esta anécdota, que las mal informadas tertulias madrileñas atribuyen a gentes variopintas, pero que se debe a Garrigues:

«Voy a contar una anécdota que aclara lo que quiero decir. Con ocasión de la presentación de un anteproyecto de Ley Orgánica, al que luego me referiré, tuve varias ocasiones de conversar con el general Franco. Una de ellas fue en Ayete (San Sebastián). Es­taba entonces Franco en el apogeo de un poder consolidado y gozaba de una salud excelente. Me acogió con su habitual ama­bilidad y cortesía. Yo le hablaba de las líneas fundamentales de lo que creía que debía ser esa reforma, y, concretamente en aque­lla conversación, de la incompatibilidad del dualismo entre el Estado y el Movimiento.

«El Movimiento Nacional había creado un Estado, pero si se le hacía sobrevivir y subsistir simultáneamente con él, como una fuerza política única, paralela a la del Estado, la incompatibilidad entre esos dos poderes era manifiesta. Le ponía el ejemplo de los regímenes comunistas, en donde el Partido tenía la primacía sobre el Estado, porque la dualidad del poder no puede mantener­se en equilibrio más que por un breve tiempo; siempre acababa por predominar el más fuerte sobre el más débil. Y traje a co­lación los numerosos y consabidos ejemplos históricos.

«El general Franco me miraba sonriente ante estas lucubracio­nes de Derecho constitucional, y acabó interrumpiéndome para decirme lo siguiente: «Pero, ¿usted sabe lo que es para mí el Movimiento?» Yo le dije: «Excelencia, no lo sé, y bien sabe Dios que sería la cosa que en estos momentos tendría más interés en conocer, precisamente esa de qué es el Movimiento.» Y entonces el general Franco, todavía más sonriente, me contestó: «Pues verá usted, para mí el Movimiento es como la claque. ¿Usted no ha observado que cuando hay un grupo grande de gente hace falta que unos pocos rompan a aplaudir para que los demás se unan a ellos y les sigan? Pues más o menos es así como yo en­tiendo la finalidad del Movimiento.»

«Entonces fui yo quien reí. Le dije que se podría encontrar una claque que no fuera tan peligrosa para la soberanía que debe tener el Estado como era la del Movimiento, y comprendí que todo el esfuerzo realizado por mí, con el trabajo presentado al Gobierno, para que en España empezase a funcionar una demo­cracia real, había sido vano. Franco no comprendía más que el poder personal y pensaba, quiméricamente, que unas institucio­nes muertas podrían alcanzar vida después de su muerte por vía testamentaria, y creo también, a pesar de la literalidad con que he recogido sus palabras, que el Movimiento fue para él, más que una claque, un simple artilugio de su poder personal. De ese testamento solamente se salvó la Monarquía, pero porque ésta era una institución no del régimen, sino secularmente ante­rior a él. Como institución franquista, ni se habría salvado ni se salvaría. Ni sin Franco hubiera habido Monarquía ni sería viable una monarquía franquista».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, páginas 58-59.

Cuando Garrigues termino su vida política volvió al despacho, que durante todo este tiempo había sido lanzado y convertido en algo grande por su hijo Antonio, que a día de hoy todavía lo preside y Dios quiera que así sea por muchos años, debido lo bien que lo ha hecho.

Garrigues es grande por sus hijos: tiene varias hermanas religiosas y 4 hijas religiosas. Y de sus hijos, no sólo Antonio, el gran abogado, sino también, a fe mía, porque lo vi en acción en más de un mitin, Joaquín Garrigues-Walker, hubiera sido en la política española todo lo que hubiera querido, de no habérselo llevado prematuramente una leucemia. Queda José Miguel, igualmente excelente, sólo que menos famoso.

Les excuso el resto del anecdotario y de la historia personal de Antonio Garrigues Walker, que de nuevo tuvo que dejar su despacho para servir a España como Ministro de Justicia, con Carlos Arias Navarro, y preparar los primeros escarceos de ley para la reforma política.

Estamos ante un hombre memorable, bendecido, de esos hombres grandes que de vez en cuando produce la España cristiana. Recomiendo la lectura de su libro. Por supuesto, les recomiendo el despacho Garrigues, que no necesita recomendación. Pero, como yo tengo otro, Coello de Portugal Abogados, también les digo que, si no quieren gastar mucho dinero, mejor vengan al mío, qué es igual de bueno y más barato.

No puedo terminar sin traer a colación lo que más me ha gustado del libro. No conozco ningún libro de Memorias, y he leído cientos, que termine con una profesión de fe tan profunda y sentida como esta:

«Aquí termina este libro que es un pedazo de mi vida y de la de España. El tiempo se va comiendo nuestras vidas a pedazos. Por eso hay que ganarlo, no hay que perderlo; porque, de cómo lo hemos ganado o perdido es de lo que tendremos que dar cuenta a Dios. Sí, a Dios. Él es la única verdad que hay en la vida. Es la Verdad y la Vida. Cuando esta Verdad empalidece —como aho­ra— en la conciencia de los hombres, empalidece el gusto de la vida y aparecen los ídolos. Los ídolos son siempre materiales; están construidos por las manos de los hombres, y luego este producto de las propias manos es venerado y adorado. El hom­bre se reverencia y se adora, de esta manera, a sí mismo.

«El hombre, para vivir, para sobrevivir, necesita creer en algo. Cuando deja de creer en Dios, empieza a creer en los ídolos, y no hay fanatismo como ése. Y el fanatismo —también el religio­so— necesita víctimas, víctimas humanas. El fanatismo de la raza organizó hecatombes. Y las revoluciones, todas las revoluciones, erigen sus víctimas propiciatorias, que pueden ser —y lo son tantas veces— innumerables. Por eso son bienaventurados los pacíficos y los pobres de espíritu, porque se sacrifican y no sa­crifican a nadie. Ésta es la esencia del cristianismo; el gran mis­terio de un Dios crucificado por amor a los hombres.

«Ésta es mi fe, y en ese don maravilloso residen mi humildad y mi orgullo. Si en una pieza autobiográfica faltase una profesión de fe, faltaría todo».

Antonio GARRIGUES DÍAZ-CAÑAVATE, Diálogos conmigo mismo, Barcelona, Planeta, Colección Espejo de España, 1978, página 213.

Antonio Garrigues Díaz-Cañavate en 1977 votó a favor de la ley para la reforma política y la abandonó, ahora ya sí, definitivamente. Juan Carlos I creó el título de Marqués de Garrigues el 8 de enero de 2004, víspera de su centenario, y le designó como su primer titular. Murió el 24 de febrero de 2004. Fue un cristiano extraordinario que brilló en medio del mundo y un español ejemplar. Descanse en la gloria de Dios.

Acerca de Íñigo Coello de Portugal Martínez del Peral

Íñigo Coello de Portugal Martínez del Peral está casado y tiene cuatro hijos. Se licenció en Derecho (Universidad de Santiago de Compostela, 1981) y en Sagrada Teología (Universidad de Navarra, 1984) y más tarde obtuvo el grado de Doctor en Sagrada Teología (Universidad de Navarra, 1985) y en Derecho (Universidad de Navarra, 1986). En 1989 ganó las oposiciones de Abogado del Estado y de Letrado del Consejo de Estado. Desde 1993 se dedica a la abogacía de negocios. Es Académico correspondiente de Jurisprudencia y Legislación desde 1991. Es Letrado Mayor del Consejo de Estado desde 2009. Ha fundado la red COELLO DE PORTUGAL ABOGADOS. Escribió en el diario económico EXPANSIÓN desde 1991 hasta 2011.

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